
Primero fue el ministro de Hacienda Montoro metiendo mano a las bebidas azucaradas subiendo los impuestos con la disculpa de los inconvenientes que aportaban a la salud de los niños; ahora las hordas podemitas boicoteando a Coca-Cola en defensa de los trabajadores de la la fábrica de Fuenlabrada.
!Seamos serios! Beber refrescos, igual que al que le gusta una cervecita, es algo estimulante, placentero y que entra, o debería entrar, dentro del orden de lo extraordinario. Por supuesto que todos los placeres, por más nimios que sean, nos incitan a repetir y repetir. Quien no se sorprende cuando se percata que ha devorado un cuenco de panchitos en un bar o una bolsa de pipas de girasol o ha dejado temblando una gigantesca tableta de chocolate Valor, como si fuera José Coronado.
Intento recordar si cuando era niño, o no tan niño, algún día entre semana, que no fuera festivo o cumpleaños, me había tomado una cocacola, fanta o similar y no me viene a la mente. Miento, quizás hubo alguna ocasión en la que obtuve de contrabando la ansiada recompensa.
Nunca se me habría ocurrido preguntar a mis progenitores si podía tomar un refresco y menos un helado. En casa se comía y cenaba con agua y se desayunaba con leche y zumo de naranja natural. Jamás entraban refrescos y estos se consumían los domingos en las excursiones familiares, en los aperitivos o en otras formas de alterne infantil.
¿Entonces deben tomar refrescos los niños? Por supuesto que sí, pero con medida y como algo especial, pero sin ser nunca una alternativa de los líquidos imprescindibles para el desarrollo infantil. ¿Por qué? Porque nos gustan, vaya. Y si no que se lo digan al incongruente podemita Ramón Espinar que a pesar de aparecer en todos los medios atacando y boicoteando a Coca Cola (todavía me pregunto si su actitud es objeto de demanda) y animando a todo el mundo a que no la consuma, a la primera de cambio le pillamos bebiendo no no una, sino dos y encima en el Senado.
!Toma ya! Peor que los niños.